El álbum de fotos oficial de Felipe, el hijo de Flor Peña, en GENTE

La charla gira en torno a qué madre recibe Felipe. "Una abuela", dispara. Porque así dice sentirse con él en brazos, a nueve años de su segundo hijo ("¡y a quince del primero!"). Pero aquí no juegan sus 43 años, sino "el enamoramiento que provocan esas sensaciones que hace tanto no tenía". María Florencia Peña descubre: "¡Gana la baba! Me divierte pensar que alguien tendrá que ponerle límites, porque claramente no seré yo".

Detrás de su humor, la sensatez. Franca como pocas, engarza reflexiones de una madre "otra vez primeriza", que intenta explicar por qué es "tan especial" el bebé que hoy nos presenta."Quedé embarazada de Tomás a los 27, a tres meses de conocer a mi marido y con un DIU. Me costó aceptar que sería mamá. Estaba para ponerle pañales a mi carrera, no a un nene. Y Juan nació en medio de una separación, mientras yo me corría con los prejuicios de la edad, poniendo mi cabeza contra todo", describe, sin desmerecer la inmensidad de esos amores.

"Felipe, en cambio, representa el deseo más profundo de mis últimos años, y no sólo por lo que costó su llegada (dos años de búsqueda y tres inseminaciones), sino porque vino en el momento en que finalmente sé quién soy y puedo mirarlo con madurez. Toda esa energía de buscarme y encontrarme, que tuve tiempo atrás, ya no compite con la maternidad. Ya no considero lo inalcanzable… El sentido del éxito y el fracaso están en su lugar. Nada me desvela. Hoy soy una mujer que elige hacer lo que le gusta y se planta en donde realmente quiere estar".

–¿Felipe abraza a una nueva Florencia? –Sí. Porque siento que empecé otra vida. Su llegada, de algún modo, sana aspectos de mi historia. Fue una década de grandes lecciones. Salí de la oscuridad total a la que me arrastró una serie de episodios. Mi divorcio de Mariano (Otero) significó el fracaso familiar, porque la idea de que mis hijos crecieran con padres separados me torturó durante años. Jamás había sentido tanto dolor. Veía los pedazos de mí misma y pensaba: "¿Cómo hago?". Luego, las deudas que me había dejado Sr. y Sra. Camas, que no fueron peores que las agresiones públicas. Llegué a pesar 46 kilos y tuve un acompañante terapéutico viviendo en casa. Y para terminar de vulnerarme por completo, la viralización del video hot, que finalmente me enfrentó con lo que soy; ahí, me acepté –para siempre– de la manera más amorosa. El cierre y el comienzo, como el de la temporada de una serie, fue la aparición de Ramiro (Ponce de León –43–, el abogado salteño con quien lleva cinco años y medio de noviazgo). Y la construcción de un marco de amor sano, sabio, real, basado en una libertad que no experimenté jamás en una pareja.

–Por lo general, y por lo que describiste, a mayor conciencia, más son los miedos. ¿Cómo fue en ese sentido esta tercera experiencia de maternidad? –Fue más shockeante recibir a este tercer hijo que al primero. Tuve la sensación de usar un paracaídas. Venía a doscientos por hora y de repente, ¡tuc!… se abre. Frenás y volvés a subir. Dije: "¿Y ahora?". Ser mamá no es un lecho de rosas, y tal vez ése también sea su atractivo. Tampoco es sacrilegio contar ese lado B. No hay nada más lindo que ayudar a un hijo a descubrir, a conectarse, guiarlo y atender sus deseos. Pero la maternidad trae demasiada culpa y un tren de pánicos con que lidiar: que si vas a hacerte las manos y tardás dos horas, que si salís a comer y alguien quedó a cargo, que tu ser mujer se borronea, que la familia pierda foco, que el agotamiento atenta contra la autoestima… Por eso hay que estar muy conectada a tu hijo para que eso no te golpee. Y ni hablar de la post cesárea, porque es "caminás o respirás". ¡Qué trip de terror fue ése!

–Pero habías tenido dos buenas experiencias… –Mi obstetra me dijo: "¡Pero pendeja, qué mal te portaste! ¡Estabas re cagada!". El 12 de octubre llegué al Sanatorio de los Arcos, puntual, a las 10. Eramos como quince: mis viejos que habían venido de Córdoba y la familia de Rama, recién llegados de Salta. Todo espléndido… hasta subirme a la camilla. Mientras me llevaban, sentí el horror. Como cuando después de haber viajado tanto en avión subís pensando que puede caerse alguno. Y entonces, la seguidilla de situaciones dignas de una película de Alex de la Iglesia. Avisé: "Miren que vengo sensible de la alergia…". ¡Para qué…! Se me hincharon los ojos y me dio una picazón tipo sarna. La anestesia ya me estaba pegando, y yo, con mis uñas de medio metro, me rascaba, sin darme cuenta de que estaba dejándome las marcas del ataque de un puma. Tuvieron que doparme, lo que me produjo náuseas… ¡Todo para atrás!

–¿Analizaste la raíz de tanto miedo? –Creo que me desarmé. Para afrontar este embarazo tuve que hacerme fuerte. La trombofilia supone inyecciones diarias, chequeos constantes, estar pendiente de sus latidos… Me lo banqué estoica hasta soltar. Cuando Feli salió, sentí que hasta ahí había llegado la responsabilidad de mi cuerpo. Desapareció la presión del deber ser invencible, por mí, por él, por mi familia preocupada por los dos. Simplemente aflojé. Y entonces me sentí vulnerable como nunca.

–¿A qué te referís? –Feli debió entrar en neo por un problemita en sus pulmones. Algo común en muchos recién nacidos. Pero al verlo con oxígeno y conectado a tantos cables, me sentí morir. Me pegó fuerte volver al cuarto sin él. Me hice cargo de la expectativa de la familia y de la condición de primerizo de Rama: nada de lo que le había dicho que pasaría estaba pasando. Necesité como nunca el apuntalamiento de los afectos.

–Y lo dice una cultora del trabajo interior… –¡Todo el tiempo! Ocho días después de parir volví a mi terapia (convencional aquí y biodecodificación en Salta). Necesité entender por qué me suceden ciertas cosas. Al salir de la clínica me dio un ataque de no querer ver a nadie, ni que me llamasen. Yo, siempre tan extrovertida, me recluí en mí misma, incapacitada de conectar con el exterior.

–¿Repercute el hecho de tener lejos a las dos familias, los Peña en Córdoba y los Ponce de León en Salta? –En estos días lo sentí mucho más. Durante años construí mi vida cotidiana con amigos-hermanos. Yo no tengo niñeras ni mucamas. Tengo gente a la que adoro, como Aurelia, Miriam y Claudia, que viven en casa y me ayudan con todo. Ellas son más que empleadas. Con ellas me vinculo más allá de lo laboral: tal vez una mini familia sustituta del afecto que no tengo tan a mano.

–A propósito, líneas atrás hablaste del miedo a que el núcleo íntimo pierda foco. ¿Cómo es eso? –Siempre trabajé para que ser mamá no me copase por completo. De hecho, le explico a Rama que la maternidad o la paternidad son una sola faceta de nuestra existencia. Trato de poner el foco en que mi vida –y la de todos en casa– siga rodando con la mayor normalidad. No es fácil para el bebé, que te maneja con un llanto, ni para una, que debe interpretarlo. Es un camino de conocimiento mutuo y sinuoso. Me da vértigo sentirme enjaulada. A mí me funciona que en la familia cada uno mantenga su espacio, pero en comunión. Y ser mamá a los 43 me empuja a tener más garra en ese sentido: incorporar al bebé a nuestro ritmo y no estar todos supeditados a él. Porque Feli fue muy esperado por ambas familias, y cuido de cerca que mis otros dos hijos no sientan que de ahora en más tendrán una mamá de medio tiempo.

–¿Filosofía o entrenamiento? –En mi vida leí un libro de maternidad. No me metí en cuestiones de gueto, como el curso de preparto, el té de embarazadas o el baby shower. ¡¿Qué es eso?! Jamás intelectualicé instintos básicos, como por ejemplo eso que hoy llaman colecho. La maternidad es una aventura muy personal, que descubrís –y en la que te descubrís– andando. Por eso, mi "librito" es estar atenta a mi naturaleza y a lo que cada uno de mis hijos proponga. Nunca los obligo a hacer o a deshacer: en casa no existe el "se come a las nueve" o "se duerme a las diez". Si logro leer eso que necesitan, puedo acompañarlos desde sus propios seres, con diálogos individuales, sin bajadas de línea que los atraviesen a todos por igual. Porque el amor –como la educación– no es estándar.

–¿Esos nuevos miedos también atañen a la pareja? –Por agotamiento o por hormona, la llegada de un hijo siempre te desdibuja. Estar detrás de sus necesidades más primitivas te hace creer que nunca más tendrás una vida. Todo el tiempo luchás contra esa idea: "Esto no es así, es un 'por ahora'". Tenés que estar con alta conciencia para ganarle a tanta sensibilidad. Por suerte, Rama y yo somos parecidos: amamos a nuestro hijo, pero también nuestros tiempos y espacios. Nunca comulgamos con lo estipulado y no vamos a empezar a hacerlo ahora… No tengo idea de qué es la cuarentena. Cuando hay ganas, hay ganas. Y vamos buscando el modo de no desarmarme, ¡porque siento que me deshilacho toda! (risas). Si de algo nos jactamos es de ser muuuy creativos.

Por Sebastián Soldano/GENTE

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